No han faltado a lo largo de la historia quienes -ignorando la genuina doctrina católica o mirando las cosas sin la visión sobrenatural que lleva a proclamar que la Iglesia es fruto de la acción de Dios y no mero producto humano- se han opuesto al primado del Papa, acusándolo de ser una concepción elaborada por los hombres bajo el influjo de circunstancias históricas y políticas extrañas al verdadero cristianismo, que limitaría la genuina libertad.
Los protestantes y los cismáticos ortodoxos, niegan que Jesucristo designara a Pedro y sus sucesores como cabeza de su Iglesia, y pretenden que Cristo no le señaló a éste ninguna autoridad o jefatura suprema. Este es un gravísimo error, que va, no sólo contra toda la Tradición cristiana, sino también contra la misma Escritura.
En varios lugares de la Escritura consta que Cristo nombró a San Pedro Jefe de la Iglesia. Veamos los más importantes:
Cristo declaró a San Pedro piedra fundamental de su Iglesia: "Bienaventurado eres, Pedro... Y yo te digo que sobre tí, Pedro, edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt. 16, 18). Pues bien, la piedra fundamental de un edificio es absolutamente indispensable en él; de esa misma suerte, Pedro jamás podrá faltar en la Iglesia. Este texto tiene especial valoren arameo, la lengua que hablaba Jesucristo; porque Pedro y piedra se designan en ella con una misma palabra: Cefas (Como Pierre, en el francés).
Cristo le prometió a San Pedro las llaves del reino de los cielos: "Te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que atares en la tierra atado será en el cielo; y lo que desatares en la tierra, desatado será en el cielo" (Mt. 16, 19).
La expresión dar las llaves equivale a darle el poder supremo sobre su Iglesia, a la que muchas veces llama "reino de los cielos". Y le promete confirmar desde el cielo lo que Pedro haga sobre la tierra en virtud de ese poder supremo. Las ciudades antiguas estaban rodeadas de murallas. Y entregar las llaves que daban acceso a las murallas equivalía a dar poder sobre la ciudad.
Cristo antes de su pasión le dirigió a Pedro estas palabras: "Simún, Simón, he aqUique Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos" (Lc. 22, 32). Confirmarlo en la fe, y encargarlo de confirmar en ella a sus hermanos, es constituirlo guardián y maestro supremo de ella.
En fin, antes de subir al cielo, Cristo preguntó tres veces a Pedro: "Simón, ¿me amas más que éstos?- Y después de su triple confesión le dijo: "Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas" (Jn. 21, 25). Lo nombró, pues, pastor, no de un rebaño material, que no tenía; sino de su Iglesia a la que muchas veces designa con tal nombre.
Es pues, imposible negar, sin negar también la Escritura, que Cristo confirió a San Pedro el mando supremo de su Iglesia.
Que en ocasiones haya habido deficiencias en el ejercicio del primado, es innegable: la Iglesia militante está formada por hombres falibles y expuestos al pecado. Pero si miramos a las estructuras eclesiásticas tal como Cristo las instituyó y como de hecho, por la gracia y la asistencia divina, las han tratado de encarnar sus mejores discípulos -entre los que se cuentan numerosos Papas santos- el primado del Romano Pontífice se nos ofrece como un verdadero don de Dios, garantía de unidad inquebrantable, de solidez, de cohesión, y signo visible de la paternidad divina para con la humanidad peregrina.
Cuando el vicario de Cristo en la tierra es como el buen pastor, que conoce a sus ovejas, las gobierna solícito, las defiende del lobo y las ama hasta derramar su vida por ellas (Juan 10); cuando ama profundamente a Cristo y, por este amor, acepta la misión de apacentar a toda su grey dando por ella su propia vida ( Juan 21,15 ss.), viviendo como un servidor y siervo de sus hermanos en la fe (Mt 20,25-28; 23,11; Mc 9,34; 10,43-44; Le 9,46-48), entonces su misión es, no sólo legítima, sino que alcanza el máximo de su eficacia.
Por eso toda la Tradición -y de ella se hace eco el Concilio Vaticano II- insiste en el carácter esencial de servicio que tiene toda la jerarquía cristiana, cuya cúspide la ocupa el Papa (Const. Lumen gentium, 24, 27, 32, 34, 41). Las infidelidades a esta vida carismática son infidelidades gravísimas a Cristo y a su Iglesia, pero no hacen desaparecer su autoridad, ya que Dios puede continuar sirviéndose aun de instrumentos infieles, y el Espíritu Santo impedirá con su asistencia que posibles deficiencias personales de santidad redunden en destrucción de la Iglesia, ya que nunca podrá dejar de cumplirse la promesa de Cristo: «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18).
La institución del primado, con su anejo carisma de infalibilidad, es precisamente una de las garantías que Cristo ha querido establecer para mantener la indefectibilidad de su Iglesia, y, por tanto, el cristiano puede y debe mirar siempre hacia él como expresión de unidad y de verdad.
Primado de jurisdicción universal del Papa
Este primado, con la triple potestad legislativa, judicial y coercitiva, se funda en aquellas palabras de Jesús en las que promete y otorga a S. Pedro la función de roca sobre la que construirá la casa de su Iglesia, el poder de las llaves del reino de los cielos y el de atar y desatar (Mt 16,18-19), así como la misión de apacentar a toda su grey (lo 21,15-17).
En la manera de formular y concretar esta función primacial ha habido variaciones históricas, no carentes de ciertas fluctuaciones, debidas a circunstancias muy diversas, que en el fondo corroboran claramente una continuidad sustancial: la existencia y la institución divina de dicho primado.
El canon con que el Concilio. Vaticano I define este dogma dice así: «Si alguien dijere que el Romano Pontífice tiene solamente el oficio de inspección y dirección, y no la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en las cosas que pertenecen a la fe y a las costumbres, sino también en las que respectan a la disciplina y al régimen de la Iglesia difundida por todo el orbe; o que posee únicamente la parte más notable, y no toda la plenitud de esta potestad suprema; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata tanto sobre todas y cada una de las Iglesias como sobre todos y cada uno de los fieles: Sea anatema» (Denz-Sch.n. 3064).
Las propiedades de esta jurisdicción son:
a) Plena y suprema sobre la Iglesia universal: plena, porque implica toda la potestad otorgada por el mismo Cristo a su Iglesia; y suprema, porque no existe en la Iglesia ninguna otra potestad superior a ella. Para no incurrir en equívocos debe situarse esa potestad en su contexto religioso, evitando comparaciones simplistas con las instituciones civiles, ya que, por ejemplo, aun siendo una potestad suprema el Papa no es un monarca absoluto, puesto que está sometido como los demás cristianos al derecho divino, natural y positivo, de modo que no puede variar la constitución que para la Iglesia ha querido Cristo (limitación extrínseca), y, de otra parte, puede quedar privado ipso facto de su oficio por locura perpetua o por renuncia libre y espontánea (limitación intrínseca).
En la Edad Media algunos autores plantearon la hipótesis de un Papa que cayera en herejía, afirmando que, en ese caso, quedaría igualmente privado de su oficio, pero el supuesto no se ha verificado nunca históricamente.
b) Ordinaria. Después de muchas discusiones durante los trabajos del Conilio Vaticano I se introdujo ese término para indicar que la potestad aneja al oficio papal (muneri adnexa) no era una potestad delegada.
c) Inmediata, es decir, que puede ejercerse por derecho propio sin necesidad de intermediario alguno El Papa posee, pues, autoridad directamente sobre todas y cada una de las iglesias particulares y sobre todos y cada uno de los pastores y fieles sin necesidad del beneplácito de la autoridad civil (placitum regium), ni el obispo del lugar.
d) Verdaderamente episcopal. La expresión vere episcopalis se encuentra en el texto del cap. 3 de la Constitución del Conc. Vaticano I (Denz.Sch. 3060) y significa que es una potestad pastoral. Por ella, el Papa tiene sobre todos los pastores y fieles la misma potestad de apacentar, regir y gobernar que tienen los obispos en sus propias diócesis. De aquí sus títulos de «Obispo de la Iglesia Católica» y «Obispo de los obispos».
Al proclamar como dogma que el Papa tiene una potestad de jurisdicción suprema, ordinaria e inmediata, el Concilio Vaticano I no ha introducido una doctrina nueva ni variado la constitución de la Iglesia, sino que ha reiterado sencillamente una verdad siempre profesada y vivida.
El Concilio Vaticano II repite esta misma doctrina al reafirmar el primado del Romano Pontífice, exponer la colegialidad episcopal y analizar la relación del Papa con los obispos en función de esa colegialidad (Const. Lumen gentium, cap. 3).
Pablo Arce Gargollo |